De las diferentes noticias y artículos de opinión de todos los colores surgidos estos días en diferentes medios a raíz del proceso de nombramientos en el Tribunal Constitucional, los ciudadanos podemos sacar varias conclusiones:

  • Existen continuas desavenencias y “peleas” no resueltas entre sus miembros, a los que se supone altura profesional y amplitud de miras suficiente para desempeñar su cargo como miembros de tal institución.
  • Existen “pactos secretos” entre sus miembros, para proteger intereses y perseguir objetivos no declarados y que poco tienen que ver con las necesidades reales de los ciudadanos que los sostenemos y de las generaciones futuras.
  • Los pactos y peleas dan una imagen de escasa profesionalidad y sensación de un razonamiento secuestrado por egos y las pasiones primarias en el proceder. Pactos y peleas inadmisibles en las organizaciones tractoras de la economía y del empleo o en las familias que sostienen el tejido social.
  • Observamos comportamientos más propios de estructuras organizacionales primarias, penalizados en la actualidad por los códigos de buen gobierno. Comportamientos que sin embargo, son admitidos en esta alta institución sin ser cuestionados aunque -aparentemente – poco tienen que ver con el bien común y de largo plazo.
  • Somos testigos de una incapacidad manifiesta para llegar a acuerdos desde el seno de la propia institución y liderar sus propias acciones y razón de ser.
  • Los ciudadanos no encontramos el liderazgo ejemplar y visión que cabría esperar de las altas instituciones del Estado. Un liderazgo que crearía cultura y generaría seguridad, no sólo jurídica.
  • Echamos de menos una solidez institucional capaz de buscar soluciones consensuadas para poner los objetivos comunes y compartidos por delante de los intereses particulares.

Los miembros del Tribunal Constitucional ¿deberían funcionar como equipo? ¿o no?

Y, tras dar por hecho durante muchos años (tantos como nuestra democracia), que todos sabíamos para qué servía este órgano del que tanto se habla últimamente, descubro que -aparentemente – la mayoría de los ciudadanos desconocemos su misión concreta y objetivos. Quizá hay preguntas que no hacemos, porque damos por obvias unas respuestas basadas en creencias, sesgos, historias… y al final no cuestionamos.

Ante tantas discusiones, conflictos de intereses, individualidades, conversaciones “secretas”, “grupos de presión… y demás figuras emocionales y límbicas, claramente apartadas del marco de actuación racional e intelectual que se espera de este órgano, me surgen una serie de dudas: los magistrados que componen el TC, como profesionales en su puesto de trabajo de responsabilidad ¿tienen establecidas claramente sus competencias profesionales en el marco de la estructura de la que forman parte? ¿tienen definidos sus objetivos profesionales? ¿existe un objetivo común del órgano, o cada uno de sus miembros persigue sus objetivos individuales? ¿cómo debería ser? ¿Existe un marco que defina las reglas del “partido” y los objetivos a lograr? ¿Se trata de “jugar” al corto plazo o al largo plazo?

Como ciudadana comprometida con el futuro de nuestros hijos, como profesional de las organizaciones, los equipos, la estrategia y el Buen Gobierno, me tranquilizaría e ilusionaría poder ver que nuestras instituciones están lideradas por auténticos profesionales que -además de tener conocimientos y “reconocido prestigio”- posean las competencias personales y profesionales adecuadas para dirigir el destino de dichas instituciones.

A todos nos gustaría y tranquilizaría ver que estas instituciones son ejemplo de trabajo en equipo, coherente, responsable, transparente y honesto con unos objetivos y una visión compartida. Ser testigo del trabajo de unos profesionales plenamente comprometidos con la alta responsabilidad que les hemos encomendado, capaces de conformar un equipo excelente, que dote de excelencia al Poder al que representan.

En el trabajo en equipo se sostiene nuestro crecimiento como sociedad, y la excelencia de nuestras organizaciones e instituciones, que tanto nos ha costado construir.

Puede que los ciudadanos necesitemos repasar el concepto de equipo para empezar a exigir a las instituciones que nos representan que trabajen como tal, dado que nuestro sistema electoral nos lleva en definitiva a elegir “equipos” que a su vez eligen a otros “equipos”, configurándose así los diferentes poderes y órganos constitucionales.

Definiendo Equipo

La RAE define Equipo como un “grupo de personas organizado para una investigación o servicio determinados”, aludiendo claramente a la existencia de unas reglas del juego y organización orientados a la consecución de un “para qué” compartido que da sentido al equipo.

El Cambridge Dictionary define equipo como un “conjunto de personas que trabajan juntas como grupo para lograr algo”, mostrando ese “algo” perseguido como el parámetro fundamental que convierte a un grupo en un equipo.

Wikipedia nos cuenta que un equipo es “un grupo de dos o más personas que interactúan, discuten y piensan de forma coordinada y cooperativa, unidas con un objetivo común”.

Parece, por tanto, que los factores que diferencian a un equipo de un grupo de personas son:

  • la existencia de un objetivo común declarado
  • la existencia de unas reglas o sistema de organización o coordinación cooperativa que enmarquen las tareas a realizar y la toma de decisiones para la consecución de los objetivos comunes.
  • La existencia de sistemas de verificación de cumplimiento de objetivos, corrección de desviaciones, integración de aprendizajes y mejora continua.

Así, en cualquier organización, la actuación de los equipos es evaluada para verificar desviaciones respecto de la consecución de objetivos, revisar tendencias, trayectorias, etc. Una evaluación interna y externa, realizada ya sea por niveles superiores en la estructura, o por el propio mercado o instituciones establecidas en la normativa vigente, como ocurre con las estructuras de gobierno de las organizaciones.

Una evaluación que constituye un feedback constructivo para el equipo y la organización y que consolida su liderazgo.

El objetivo

De la lectura del apartado de la Constitución correspondiente al Tribunal Constitucional (Título IX), no se desprende una declaración de objetivo clara, medible e impulsora de una actuación, sino mas bien una justificación de su existencia basada en un marco de conocimientos que -intuitivamente- confieren autoridad para interpretar. Es decir, no aparece una declaración de Misión y Visión, marco fundamental de cualquier formulación estratégica, y paso previo e indispensable para la formulación de objetivos alcanzables y medibles.

En su artículo 161 se establece que “El Tribunal Constitucional (…) es competente para conocer: (…)”, entendiendo que el conocimiento en sí mismo ya es su razón de ser. Podemos entender que ese marco de conocimiento compartido capacita a este órgano para interpretar, dirimir o bien ir evolucionando el cuerpo legislativo en función de “demandas externas”. Es decir, una “vocación de servicio” sin un “para qué” claramente definido que marque un rumbo claro y objetivo.

En la búsqueda de ese objetivo común podemos asimilar que la misión del TC es servir para hacer posible la voluntad establecida en el preámbulo de la Constitución. Es decir, su “para qué” sería el mismo que el de la propia Constitución.

Una voluntad que -con el ánimo de encontrar una visión de largo plazo – podría ser base de una posible declaración de misión y visión estratégicas de la institución, pero que requiere de la formulación de objetivos evaluables para salir de la subjetividad ideológica que tanto perjudica a las instituciones y a la sociedad en su conjiunto.

¿Cómo podemos medir el cumplimiento de un órgano como el TC respecto de su labor en el marco del cumplimiento de los objetivos de la Constitución?  ¿Es evaluable su labor desde el simple conocimiento, como dicta el artículo 161 y siguientes? ¿O se necesitarían más parámetros, competencias y logros que evaluar?

Como ciudadanos de “a pie” observamos a (con desapego palpable) a un grupo de personas, sin objetivos comunes declarados y sin parámetros claros de evaluación objetiva de su labor. Un grupo, pero no un equipo.

Y quizá aquí nace la debilidad de este órgano: en su incapacidad para declarar un “para qué” conjunto que sostenga la misión y la visión, aunque cambien los vientos fuera. Un “para qué” capaz de sobrevivir a los intereses que vienen de otros poderes y que los lleve a constituirse como un equipo sólido.

Sin un “para qué” declarado y compartido, estamos ante un grupo de profesionales con amplios conocimientos que solo “juegan en corto” pero que carecen de las competencias y herramientas necesarias para establecer estrategias de largo plazo que les conviertan en un auténtico equipo ganador y realmente al servicio de la sociedad.

Las reglas del juego

En cuanto a las reglas del juego, la Ley Orgánica 2/1979, de 3 de octubre, del Tribunal Constitucional, en su artículo primero establece que “El Tribunal Constitucional, como intérprete supremo de la Constitución, es independiente de los demás órganos constitucionales”. Independencia que -a la vista de los ciudadanos – no parece ser tal, dadas las influencias y presiones ejercidas por los restantes poderes, reuniones internas por grupos ideológicos, pactos internos con sesgos ideológicos, etc.

La misma Ley Orgánica 2/1979, en su artículo noveno establece que “El Tribunal en Pleno elige de entre sus miembros por votación secreta a su Presidente y propone al Rey su nombramiento.”    Nuevamente no parece que tal votación haya sido tan secreta, dado que todos los ciudadanos nos hemos enterado del voto de los diferentes miembros, e incluso de los pactos previos al Pleno.  Votación secreta que debería haberse mantenido con el fin de preservar la independencia establecida en el artículo primero.

Por otra parte, La Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno establece en su preámbulo:

“La transparencia, el acceso a la información pública y las normas de buen gobierno deben ser los ejes fundamentales (…)”

Y en su artículo 26 establece los principios de buen gobierno aplicables a “ (…) los miembros del Gobierno, a los Secretarios de Estado y al resto de los altos cargos de la Administración General del Estado y de las entidades del sector público estatal, de Derecho Público o privado, vinculadas o dependientes de aquella (…)”, entre los que destacan la transparencia, dedicación al servicio público, imparcialidad, calidad, conducta digna, esmerada corrección en el trato a los ciudadanos, responsabilidad en la toma de decisiones, objetividad, etc.

Unas reglas claramente basadas en valores que como tales admiten interpretaciones, dados los diferentes sesgos, ideologías y experiencias de cada uno de los miembros de esta institución. Interpretaciones que deben ser consensuadas por todos sus miembros desde la profesionalidad, la responsabilidad, la transparencia y la confianza (también valores). Este consenso está incluido entre las obligaciones de los miembros de este órgano, va en sus sueldos, y los ciudadanos debemos exigirlo desde nuestra responsabilidad.

La evaluación y verificación

Nuevamente la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, en su preámbulo, establece:

“Sólo cuando la acción de los responsables públicos se somete a escrutinio, cuando los ciudadanos pueden conocer cómo se toman las decisiones que les afectan, cómo se manejan los fondos públicos o bajo qué criterios actúan nuestras instituciones, podremos hablar del inicio de un proceso en el que los poderes públicos comienzan a responder a una sociedad que es crítica, exigente y que demanda participación de los poderes públicos.

Los países con mayores niveles en materia de transparencia y normas de buen gobierno cuentan con instituciones más fuertes, que favorecen el crecimiento económico y el desarrollo social. En estos países, los ciudadanos pueden juzgar mejor y con más criterio la capacidad de sus responsables públicos y decidir en consecuencia. Permitiendo una mejor fiscalización de la actividad pública se contribuye a la necesaria regeneración democrática, se promueve la eficiencia y eficacia del Estado y se favorece el crecimiento económico.”

Parece, por tanto, que la evaluación y verificación de cumplimiento y desempeño es un pilar básico, no sólo de organizaciones y equipos que operan en ámbitos públicos o privados más o menos conectados con el mercado o el ciudadano, sino que es un requisito también aplicable y exigible a las más altas instituciones del Estado.

En las organizaciones, sabemos que lo que no se evalúa tiende a convertirse en coste puro, o en riesgo. En instituciones, lo que no se evalúa tiende a convertirse en sesgo, personalismo autoritario o ideología no cuestionable, lo que a la larga desemboca en la evaluación ideológica -incuestionable- y la criba irracional y cortoplacista.

Como ciudadanos somos responsables de exigir mecanismos de evaluación de desempeño en las instituciones, no sólo en los momentos electorales, sino en los períodos intermedios, donde los responsables deben trabajar en la consecución de unos objetivos. Somos responsables, de exigir una evaluación objetiva de las instituciones y sus miembros, que – como marca la Constitución – son, o deberían ser independientes en sus criterios. Independencia que, por cierto, también es evaluable.

¿Y si fueran un equipo?

Un equipo es un conjunto de personas alineadas en torno a una visión y valores comunes, que se comprometen – y declaran el compromiso públicamente – como equipo con unos objetivos, y que asumen que serán evaluados como equipo en la consecución de esos objetivos. Es un conjunto de personas que establecen una alianza y declaran su compromiso con la misma, poniendo sobre la mesa común, con absoluta transparencia, todas las conversaciones necesarias que conduzcan a la consecución de los objetivos declarados.

Los grandes equipos, los equipos excelentes, funcionan sobre principios básicos bien conocidos por las organizaciones excelentes (públicas y privadas): Transparencia, honestidad, compromiso, responsabilidad, confianza, capacidad de aprendizaje, pensamiento sistémico, visión compartida … y valentía para declarar objetivos comunes y medir su grado de consecución.

Está bien que el TC nos ofrezca a los españoles un amplio marco de conocimientos jurídicos, pero de nada servirán si sus miembros no son capaces de desarrollar las competencias adecuadas para convertir esos conocimientos en capacidades estratégicas que conduzcan al cumplimiento de unos objetivos declarados. Sin competencias, esos conocimientos se quedarán simplemente en un sustento a egos descontrolados, incapaces de tener la altura de miras y visión estratégica que este gran país merece.

Los conocimientos ya no constituyen un fin en sí mismos ni justifican a una institución. Son los miembros de ésta, poniendo esos conocimientos al servicio de una visión y valores compartidos, trabajando en la consecución de unos objetivos declarados conjuntamente, lo que convierte a ese grupo de profesionales en un equipo capaz de dotar de la grandeza que se merece a la institución.

Nuestra responsabilidad como ciudadanos

Los ciudadanos no podemos permitirnos ser espectadores pasivos, incapaces de reconducir aquello que sabemos que no funciona, consumiendo opiniones sesgadas de diferentes colores y tendencias, opinando desde opiniones ya fabricadas e interesadas.

Tenemos el derecho y el deber, de fundamentar nuestra opinión y posicionamiento en datos sólidos, desde el cuestionamiento responsable y constructivo, desde fuentes de información objetivas y contrastadas. Tenemos la responsabilidad de indagar para elevar el nivel del conocimiento y el debate en nuestra sociedad, alejándonos de las polarizaciones y peleas estériles, respetando los diferentes puntos de vista fundamentados. Tenemos la responsabilidad de actuar en consecuencia, sabiendo que las siguientes generaciones heredarán las instituciones que les dejemos.

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