Impulsados -en gran medida- por los Fondos Europeos de Recuperación, los planes de empresas y organizaciones para 2022 se centran en gran medida en la Transformación Digital.  Sin embargo, para muchas organizaciones, este planteamiento viene acompañado de una urgencia casi irreflexiva por implantar procesos y sistemas de digitalización, como si de una competición se tratase. Como si la digitalización por sí misma y como solución inmediata, fuera a ser palanca de competitividad. Un modo de pensar que pone foco en uno solo de los aspectos de la realidad empresarial, perdiendo la visión de conjunto, tensionando e induciendo estrés en el sistema organizacional. En definitiva, perdiendo eficiencia.

Son numerosas las empresas que apuestan por una transformación digital, ya sea accediendo a nuevas capacidades tecnológicas o apostando por desarrollos ya disponibles. Muchas de ellas lo hacen sin tener claramente definido y cuantificado el “para qué” de la decisión, pero con la creencia de que, si el entorno lo marca, las ayudas existen y los proveedores de software lanzan ofertas, claramente procede el abordaje. Otras intuyen beneficios futuros en torno a tres objetivos de base: dar mejor servicio a los clientes, diferenciarse de la competencia o ganar eficiencia a través de la contención de costes operativos. Beneficios que a menudo no llegan a materializarse porque se perciben como responsabilidad exclusiva de los departamentos correspondientes en su interacción particular con la tecnología (comercial-tecnológico, operaciones-tecnológico) pero no como objetivos integrados en una visión holística de la estrategia empresarial.

En muchos casos, los procesos de digitalización son percibidos como una responsabilidad exclusiva de las áreas técnicas de las organizaciones, que son quienes toman las decisiones, muchas veces al margen de las restantes áreas funcionales o de espaldas a la estrategia global de la organización. Cuando la empresa es pequeña y carece departamento tecnológico propio las decisiones se dejan a menudo en manos de proveedores tecnológicos que quizá carezcan de las capacidades necesarias para evaluar el impacto de la implantación tecnológica en la totalidad de la organización o en su modelo organizativo.

En todos estos casos los procesos de digitalización ocasionan cargas ocultas en la organización, costes enmascarados que no se reconocen como tales, pero que lastran fuertemente la cuenta de resultados e hipotecan la consecución de objetivos. Ineficiencias derivadas de una toma de decisiones de inversión cortoplacistas o parciales, sin el adecuado análisis funcional, operativo y de impacto.

La falta de una visión global, compartida y de largo recorrido que enmarque las decisiones en un autentico proceso de generación de valor, conduce a la implantación de soluciones tecnológicas inconexas, que no se “hablan” entre sí y que a la vez condicionan la comunicación entre departamentos o áreas funcionales. Soluciones que quizá sean reflejo y continuidad de esa falta de comunicación interna que ya existía previamente.

Se trata de«cargas tecnológicas» que demandarán posteriores y sucesivos “parches adaptativos” cada vez que las condiciones externas cambien, que generarán a su vez mayores ineficiencias, que quizá se vuelvan a intentar solucionar con nuevos “parches”. Y así hasta conseguir coloridos mapas tecnológicos compuestos por piezas de software inconexo, que no hablan el mismo “idioma” o donde se pierde la integridad de la información. Mapas tecnológicos que diferentes manos expertas fueron completando a lo largo del tiempo en función de su buen criterio tecnológico particular. Expertos competentes en su área de trabajo concreta que quizá no tuvieron las competencias o atribuciones necesarias para consensuar con la organización, los objetivos o el idioma de comunicación.

 

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